Desde que era pequeña, siempre me ha gustado coleccionar recuerdos: entradas de cine, chapas, flyers y tarjetas de restaurantes, tickets de compra, entradas de conciertos, notas de amor, billetes de avión, pequeños regalos…
Cada vez que empezaba un proyecto importante, ya fuera una idea innovadora, un viaje o una relación sentimental, tomaba mi pequeño cofre del “bazar de todo a 100” y empezaba a guardar cosas que tuvieran valor para mí, ya fuera económico o sentimental.
Mi caja de los recuerdos comenzaba a cobrar vida
Si mi proyecto incluía un viaje, guardaba los billetes de avión.
Si alguna comida importante estaba implicada, me gustaba conservar el ticket de la cuenta o una tarjeta del restaurante.
Si me habían regalado algún pequeño obsequio, por supuesto lo guardaba «como oro en paño» en mi pequeña cajita de los recuerdos.
Conservar estas cosas me hacía sentir segura. Era como si, de alguna forma, pudiera mantener intactos los sentimientos y emociones que habían provocado en mí.
Quería recordarlos, mantenerlos vivos, guardaditos. Como si en cualquier momento pudiera abrir el cofre y, al verlos, volviera a mí esa sensación de felicidad y entusiasmo.
No quería deshacerme de nada. No quería que nada desapareciera de mi vida.
Me auto convencía de que, al conservar esos objetos a buen recaudo, lograría preservar también mis recuerdos, mis emociones.
Pero los límites físicos me impedían seguir acumulando
El tiempo fue pasando y los objetos empezaron a ocupar cada vez más espacio. Comencé a hacer presión, esperando que mis recuerdos cedieran para, así, hacer un hueco a los nuevos que iban llegando.
Pero no funcionó.
Llegó un momento en que la caja estaba completamente a rebosar. Ya no cabía ni un ticket más. ¿Qué podía hacer?
No quería desprenderme de ninguno de esos recuerdos. Sin embargo, sabía que iba a necesitar más espacio para guardar todos los objetos que estaban por llegar.
Comencé a repasar cada uno de los pequeños elementos que conformaban mi caja:
Tickets desgastados imposibles de descifrar, pues la tinta había desaparecido con el paso del tiempo…
Pulseras deshilachadas de alguna amistad que aún perdura…
Entradas de un concierto que nunca vio la luz…
Un reloj cuyas manecillas se desprendieron para nunca más marcar el tiempo, quedando inservibles….
Facturas de un hogar que hace ya tiempo no nos pertenece…
Cartas de un amor que nunca volverá y, sin embargo, aún duele recordar…
Demasiados objetos. Demasiados recuerdos. Demasiado espacio ocupado y demasiadas dudas.
¿Qué recuerdos desechar? ¿Cuáles deberían permanecen entre mis reliquias físicas y emocionales?
La respuesta estaba escrita
Abrumada por la incertidumbre y la confusión, decidí salir a pasear. El aire fresco me ayudaría a pensar.
Deambulé por las calles. Atravesé parques y mercados hasta que comenzó a llover. Decidí buscar refugio en una pequeña librería de barrio.
Al abrir la puerta, el olor característico de los libros me cautivó. Siempre me ha apasionado leer, podía perderme durante horas entre las páginas.
Y allí, rodeada de saberes antiguos y modernos, de novelas de romance y de ciencia ficción, de guías turísticas y de libros de autoayuda, encontré mi gran inspiración.
Una simple frase captó mi atención:
“Una palabra bien elegida puede economizar no sólo cien palabras, sino cien pensamientos”
Henri Poincaré
Y entonces pensé en mi pequeño cofre.
Mi objetivo era conservar pensamientos, ideas, recuerdos. Pero… ¿Estaba seleccionando lo que verdaderamente merecía la pena preservar?
Una idea aterrizó en mi mente: ¿Y si “economizaba mi espacio”? ¿Y si, en lugar de renunciar a los elementos ya presentes, reservaba un hueco para aquellos que estaban por llegar, y que aportarían más valor a mi caja?
Y caí en la cuenta….
¿No es eso lo que hago cuando redacto o presento oralmente una idea?
El copywriting me enseñó una gran lección: cuando redacto un proyecto, trato de centrarme en utilizar únicamente las palabras precisas y necesarias, de tal forma que el mensaje sea claro, directo y llamativo.
Me comunico y me expreso desde el sentimiento, desde la emoción que me lleva a querer ayudar a otras personas.
Estaba claro. Si quería seguir guardando elementos de valor, no podía seguir conservando otros enseres que ya no me servían.
Éstos estaban ocupando un espacio precioso, que podría ser el lugar idóneo para albergar nuevos beneficios en mi cofre/vida.
Debía aprender a desprenderme de los enseres “inservibles” y centrarme en lo importante. En los recuerdos que, con solo mirarlos, me provocaban exactamente la emoción que buscaba.
En nuestros cofres, como en la vida, acumulamos historias, recuerdos, momentos importantes que queremos guardar para siempre.
Sin embargo, al igual que ocurre con los límites físicos de mi cofre, en la vida real también hay límites.
No nos sirve comprar otro cofre más grande para seguir acumulando.
Es necesario vaciar ciertos espacios de nuestra hoja en blanco si queremos continuar escribiendo nuestra historia. Debemos dejar un hueco para que otras personas, experiencias y emociones lleguen a nuestra vida.
He aprendido a seleccionar, a guardar lo importante. Pero también a desechar lo que ya no me aporta nada.
Ahora mi caja está mucho más ordenada y organizada. Lo que contiene es simplemente lo que necesito para continuar mi camino. Lo que quiero que me acompañe en esta única travesía.
Y tú, ¿Qué guardas en tu cofre?
Es posible que también acumules objetos que ya no cumplen ninguna función. Al fin y al cabo, es difícil deshacernos de ello.
Resulta complicado seleccionar lo que pensamos que nos será útil de lo que no.
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He estado leyendo tus publicaciones,que son siempre muy interesantes.
Bravo,sigue adelante,Raquel.
¡Muchas gracias Silvia! Me alegra mucho saber que te gustan mis artículos. Espero seguir publicando cosas interesantes y seguir contando con tus opiniones 🙂